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Los chicos del coro

  • queridajuliet
  • 9 nov 2015
  • 3 Min. de lectura

"Siento en sus miradas deseos de aire libre, de construir cabañas junto al cielo. El buen tiempo les pone tristes"



Siempre he querido ir a un internado. Si mamá y papá leen esto se extrañarán mucho. Nunca lo manifesté. Siempre fue mi deseo oculto y el sueño que me mantenía despierta todas las noches. Y no es que yo no fuera feliz en casa, que lo fui y mucho, era que Enid Blyton inundó mi cabeza de vidas de internado con Torres de Malory, Santa Clara y La vida de Elisabeth. Yo también quería pertenecer al grupo de las buenas, declarar la guerra a las abusonas, aprender francés y ponerme un uniforme con corbata. Hablar hasta las tantas por las noches con mi mejor amiga, llorar, gastar bromas y volver siempre por Navidad.


Mis libros de internados están gastados y llenos de chocolate. Mamá siempre nos dejó leer en la merienda. Mamá siempre quiso que leyéramos mucho.


Crecí sin pisar un internado, por supuesto. Pero un día, cuando empezaba mi carrera profesional, me llamaron de uno.


"¿Estaría usted interesada?"- me preguntaron.


"Lo estoy. Aunque sea para estar en el otro lado"

"Aunque tenga que dejar un tiempo lo que tengo entre manos"

"Aunque esté lejos"

"Aunque sé que el invierno va a ser muy frío"

"Iré"


Fui a trabajar a un internado masculino porque sabía música y porque alguien le había dicho al que contrataba que yo era una persona empática. Punto y final. Nadie preguntó más. Ni yo, ni ellos. A mí me bastaba mi idea romántica y estaba segura de lo que iba a encontrarme.


No me prepararon para atender y entender a niños solitarios que se sentían abandonados a su suerte, que llevaban años entre esas paredes y añoraban una familia.


No me prepararon para no temer a las ventanas. Me pasaba los días cerrando ventanas por miedo a que cayeran por algún hueco, controlando escaleras empinadas y los pasillos por las noches. Siempre tenía la sensación de que huirían.

Allí supe la clase de madre que iba a ser.


No me prepararon para el código de honor que se establece en un internado.

La ley del más fuerte.

El dolor del débil.

El silencio.

Por ese orden.


No me prepararon para asumir la bofetada: hay niños que estorban. En poquísimos casos las razones "por qué estoy aquí" eran justificadas.


No me prepararon para los domingos que no había visita, que no venía nadie.


Yo sabía música, era empática y también, muy débil.

No soportaba tanto dolor.



Cantar era su orgullo y también fue, para muchos, la salida. Cuando estrenaron "Los chicos del coro" en 2004 la vi con emoción. Reconocí muchas caras, era como si contaran las vidas de los niños que yo había conocido.


No pude volver el curso siguiente. Pedí incorporación a mi destino y no volví. Pero siempre les recordé mucho y me pregunté durante muchos años si les había dado el calor suficiente, si lo habrían sentido.


Alguna vez me crucé con alguno de los chicos por la calle. Ellos me reconocieron a mí, imposible ver en aquellos chavales las caritas de niño que yo recordaba. Con alguno tomé café y nos reimos, me contaron secretos de entonces (huían, sí, pero yo no me enteré), también supe que eran los amos de todas las llaves, que se hicieron fuertes y valientes y que la música les salvó la vida.


 
 
 

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