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Historias familiares

Junio se escapó entre cansancio, evaluaciones de fin de curso, suma de obstáculos, suma de indicadores de los que te permiten seguir respirando. Hasta enero. Esta vida nueva me examina cada semestre y es agotador. En junio tuve las fuerzas justas para "ir tirando". No me asomé al blog. Ahora junio es un mes que tiembla. Antes era solo el preámbulo del largo y despreocupado verano.


Junio era mi mes preferido del año cuando era pequeña. Significaba acabar el curso, hacer las maletas y largarnos al pueblo. Mi pueblo no era un pueblo como el de los demás. No tenía tienda, ni bar, ni bicicletas (las cuestas lo impedían), no tenía playa y por no tener no tenía casi gente. Tenía imaginación. Desembarcábamos los primos y llegaba el ruido.

Mis finales de junio comenzaban con la promesa de una montaña de libros por leer subida en un granero, seguían con juegos de escondite al atardecer, entrar en la casa abandonada y morir de miedo, que tu primo el de las pecas te hiciera chillar de terror obligándote a ver "Thriller" de Michael Jackson, comer nocilla con cuchara.

El verano seguía lento, sin más planes que bajar rodando al río y subir enfadada de la mano de alguien. Mi padre nunca iba a recogernos en coche y nos obligaba a subir la infernal cuesta. Decía que era sano y fortalecía mis pulmones asma.

El día que mi primo mayor y su novia llegaron con un 2 CV azul se acabaron mis disgustos, a cambio de una canción me llevaban al infinito. Aun recuerdo la sonrisa bonita de mi primo en el retrovisor, mientras me escuchaba. Yo, antes, no tenía vergüenza.

Los veranos de mi gran familia eran música y fiestas, bombillas de colores y barras de bar improvisadas. Me sentaba con mi Kas de naranja entre las piernas a ver cómo bailaban mis padres y mis tíos. Se reían y bailaban pasodobles con una sincronía perfecta. Se reían tanto que, a veces, hasta se doblaban y las carcajadas resonaban en el valle. Yo no sabía qué era lo que les hacía tanta gracia.

Ahora lo sé: estábamos todos, éramos fuertes y éramos invencibles.



Muchas veces pienso que no hemos vuelto tanto porque resultan insoportables las ausencias y porque los tejados de pizarra grises ya no alcanzan a refugiarnos las tardes de lluvia. Ahora viajamos mucho más lejos, hemos visto ciudades maravillosas y entrado en los mil bares que no hubo en nuestro pueblo pero apuesto que todos en los que pienso mientras escribo añoramos esos días, al chico de las pecas, las ranas sobre las camas y las escobas en alto.




Quizá porque me crié en una hermosa y gran familia me gustan tanto los libros que hablan sobre ellas. Si este largo y espero que despreocupado verano no sabes qué leer, te dejo tres. La fotografía es de mi pueblo. Está en el Valledor, Allande (Asturias). La canción es del músico asturiano Alfredo González y es una preciosidad. Él no lo sabe pero hace unos años compartimos disco y, de entre todos los que participamos, su canción era la más bonita de todas. Le sigo, dentro de unos días edita un libro de poemas.











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